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Carbón

   —Ay, gracias, Pancho. Toma, la propinilla.

   El centimillo cayó en las manos sucias de Pancho y el chico sonrió.

   —¡Gracias, doña Bernarda!

   —Seguro que, si sigues portándote así de bien, los Reyes te traen una naranja.

   ¡Una naranja!

   Pancho sonrió enseñando los dientes y los huecos, imaginándose la posibilidad de encontrarse una naranja en los zapatos la mañana del seis de enero. Sabía, sin embargo, que no era posible: había hecho demasiadas trastadas. El puchero que hubo que tirar porque no entendió bien lo que significaba «un puñadito de sal» seguro que pesaba mucho más que cualquier otra cosa que buena que pudiera hacer, con lo simple que era. Además, quedaban dos días para Reyes nada más.

   Le decían el Simple porque no entendía las cosas o las comprendía mal. Le decía groserías a la gente que a él le parecían sólo verdades, como señalarle a la señora Higinia la verruga tan grande que tenía en el bigote, y también que tenía más bigote que él. Su madre se desesperaba porque cuando le mandaba cosas, como guardar las patatas en la artesa, el chico tardaba un siglo porque se ponía a ordenarlas por tamaños, en filitas. Montaba unos bochinches de escándalo si sus hermanos le movían de sitio los zapatos o los pantalones que dejaba siempre, exactamente igual, a los pies de la cama.

   Sin embargo, sabía hacer cuentas de memoria, y por eso su padre no lo había dado por perdido y se lo llevaba cada día al puesto del mercado a cobrar. Ni un céntimo le podían arañar. Daba las vueltas con una precisión que ya querrían los relojes.

   —Que no, señora Bernarda, que yo soy muy simple y me van a traer nueces.

   —Bueno, bueno, pues buenas sean las nueces. Mejor que el carbón que le traen a los que se portan mal.

   Pancho abrió mucho los ojos. ¡Carbón! ¿Cómo no se había dado cuenta antes?

   —¡Gracias, señora Bernarda!

   Pancho salió corriendo, con su centimillo en la mano, exultante de alegría. ¡Qué fácil, qué acertado!       ¡Había tenido la solución delante de sus narices todo el tiempo y no la había visto!

  Ya verían todos. Hasta dejarían de llamarle Simple cuando vieran su ardid. ¡Qué fácil! Cuatro días le quedaban para portarse mal, fatal, lo peor del mundo. En la mañana de Reyes, habría un montón de carbón sobre sus zapatos... y su madre ya no rezongaría, cada día, al poner el puchero a la lumbre:

   —Una cocina de carbón; ¿para qué quiero yo una cocina de carbón, si ni para carbón tenemos?

  ¡Ya podría tener su cocina y no quejarse de ser la última del pueblo en tener comodidades en casa! Además, así remediaría su culpa de ser simple y no tener un trabajo de verdad de aparcero o de mozo y ganar un sueldo bueno con el que comprar carbón. No, ¡sólo tenía que portarse mal! Muchas veces le salía solo, así que no podía ser tan difícil.

  Al llegar a casa, le entregó a su madre el centimillo de propina de la Bernarda muy sonriente y le dio un beso.

   —¡Ay, hijo, qué contento estás!

   —¡Sí, madre!

   —Tráeme un sarmiento, anda, que ya no hay con qué prender en la cocina.

Pancho se fue al corral a por el sarmiento, obediente. Una vez allí, antes de coger el trozo de madera, dio un pisotón en el suelo para asustar a una de las gallinas que se le habían acercado y el animal saltó hacia atrás agitando las alas. Pancho, además, le sacó la lengua. Después, miró al cielo, atento: seguro que los Reyes lo habían visto y estaban tomando nota de lo malo que estaba siendo.

  A la hora de comer, no dijo ni por favor ni gracias. Cuando acompañó a su madre a la visita de la señora Socorro, que era muy vieja y no se podía hacer de comer, le tiró una piedra a un perro, pero bien calculada para que no le diera: tenía muy buena puntería, pero eso los Reyes no lo sabían. Seguro que pensaban que era malísimo, un criminal que se merecía una habitación entera llena de carbón.

 

   A la vuelta, como siempre que pensaba mucho en algo, sintió la necesidad de hablarlo.

   —Madre, ¿es verdad que los Reyes le traen carbón a los niños que se portan mal?

   —Sí, hijo.

   —Madre, ¿por qué los Reyes no le dejan nada en las alpargatas a usted, con lo buena que es?

   —Porque ya soy mayor, hijo, y los Reyes bastante tienen con los niños.

  —Entonces, Madre... ¿a los mayores que se portan mal no les traen carbón tampoco? ¿Ni a los que roban y matan?

   Su madre torció un poco el morro.

   —No, a esos los castiga la justicia, que sabe más que los Reyes.

   Pancho se quedó callado un momento.

   —¿Y yo, madre? ¿Soy un niño o soy mayor?

   Su madre se detuvo y lo miró con esa cara que ponía a veces que Pancho no entendía. Eran muchas las caras que el chaval no era capaz de descifrar, así que no era nada nuevo.

   —Ay, hijo, tú vas a ser siempre mi niño, y por eso los Reyes siempre te van a traer nueces —le dijo, acariciándole el cachete—. O arrope. ¿Te acuerdas de cuando te trajeron arrope? Porque tú siempre te portas bien y eres un cacho de pan.

   Pancho se quedó blanco.

   —¡No! —gritó, separándose de su madre—. ¡Yo soy malo! ¡Malísimo!

   Echó a correr hacia casa, luchando contra las lágrimas. ¡Ni para ser malo valía!

 

   Su madre decía a las vecinas muchas veces que al niño le daban prontos y que ella dejaba que se le pasasen. Aquella vez no hizo una excepción. Cuando Pancho se acercó, aún acongojado, a cenar a la cocina, su madre le dio el pan y la navajilla para que se fuese echando al plato como si nada hubiera pasado.

   —Padre —dijo el chico, tras el primer bocado.

   —Qué pasa, hijo.

   —Padre, ¿cómo de malo hay que ser para que te traigan carbón los Reyes?

   Su padre resopló, que era una cosa que hacía muy bien.

   —Pues malo, hijo.

   —Pero ¿cómo de malo? ¿Qué hay que hacer?

   Su padre volvió a resoplar.

   —Malo de desobedecer a tus padres y al sacristán y no hacer lo que se te manda. De pegarte con tus hermanos y hacerles llorar.

   Pancho se quedó callado, con ganas de llorar. Una cosa era ser un poco maleducado y hacer como que quería hacer daño a un bicho y otra desobedecer o hacer llorar a Toñita y a Vicentillo. Ni para ser malo valía. No habría carbón para la cocina de su madre ese año tampoco.

 

   Cuando se levantó el día cinco, lo hizo con una resolución firme.

  Esperó a que lo mandasen a por la leche. Se fue por la calle de San Pedro en vez de por la calle de Santa Tecla. Luego, todo salió mal.

 

   —Ay, Pancho, Pancho, ¿qué hacías?

  Y Pancho lloraba y lloraba, y las lágrimas se le mezclaban con el tizne de las manos con las que se tapaba la cara, y se estaba poniendo tibio.

   —Facundo, no agobies al niño, anda.

   Facundo, el carbonero, y el padre del carbonero —que nadie sabía cómo se llamaba porque siempre lo llamaban «el padre del carbonero»— intentaban consolar al chico, en el patio de la carbonería. Lo habían pillado con el saco lleno de carbón. Pancho no había podido más y se había derrumbado ahí mismo.

   —¡Que no sé ni ser malo, señor Facundo! ¡Y los Reyes no me iban a traer carbón y mi madre tiene que poner el puchero al fuego y todo el mundo tiene una cocina de carbón!

    Y seguía llorando.

    —¿Qué galimatías es ese? —preguntó Facundo.

   —Ay, Facundo, no entiendes nada —dijo el padre del carbonero, y Pancho levantó la cabeza, porque había notado algo en su voz—. No te preocupes, chaval, que has hecho algo malísimo. ¿Sabes lo malo que es robar? La gente va a la cárcel por robar.

   El chico se echó a llorar otra vez.

   —Padre, ¿qué puñetas dices?

   —Que te calles, Facundo. Anda, chaval, que te voy a llevar con tu madre.

 

  Al llegar a casa, Pancho hizo como el padre del carbonero le había dicho y se fue directamente a lavarse al corral con agua del pozo. Él y su madre estuvieron cuchicheando en el portal durante un buen rato y, cuando Pancho fue a entregarle la camisa sucia, empezó la regañina que esperaba, aunque no exactamente como había imaginado.

   —Pancho, hijo, si es que de bueno eres tonto. La próxima vez que te pidan que les ayudes, diles que en cuanto termines el mandao que ibas a hacer, que me he puesto mala de ver que no volvías. Y si es ayudar al carbonero, te vienes a casa y te pongo una camisa vieja de tu padre, ¿me oyes? Menos mal que ésta no era tampoco nueva, porque no sé yo si va a entrar en luz... Anda, echa de comer a las gallinas, que hoy leche ya no conseguimos...

   Siguió retahilando un buen rato y Pacho no entendió nada, pero estaba tan agobiado ya que prefirió obedecer.

 

   Por la noche, puso sus alpargatas en la puerta de la terraza, como las de sus hermanos. Las miró con resignación y se fue a acostar.

 

   Por la mañana había naranjas en las alpargatas. ¡Naranjas! Hasta Pancho se comió la suya con deleite, ante la mirada arrebolada de su madre y las exclamaciones de felicidad de sus hermanos. Ya al mediodía, cuando volvían a casa de misa de doce, Pancho estuvo tentado a preguntar si alguna vez los Reyes se equivocaban, pero al doblar la esquina y ver lo que había en la puerta de su casa, se calló.

   —Sonsoles, ¿qué es eso? —preguntó su padre.

   —Parece un saco...

   Se acercaron los cinco al saco enorme. Tenía un lazo verde puesto encima y había un papel prendido con un alfiler. Su padre lo cogió.

   —¿Qué dice, padre? —preguntó Vicentillo, encantado con la sorpresa.

 —Dice «para Sonsoles» —empezó su padre, que leía moviendo los labios y con expresión de concentración infinita—. Y sigue «la cocina vienen a ponerla para San Antón».

   Pancho miró a su madre, que se estaba poniendo blanca.

   —Trae —dijo ella, arrebatándole la hoja.

   —Pone más cosas —dijo Toñita, que estaba aprendiendo a leer en el colegio.

   Los ojos de su madre miraban al papel, lleno de líneas que Pancho no podía entender.

   —Pone que «de parte de Melchor, Gaspar y Baltasar» —dijo su madre, doblando el papel—. ¿Qué os parece? ¡Los Reyes me han echado una cocina de carbón y carbón para encenderla!

   A Pancho le estalló una sonrisa en el pecho.

  —¡Si es que es usted tan buena, madre! —exclamó el chico, que había empezado a llorar y no sabía por qué—. ¡Un traje de oro le tendrían que traer! —añadió, antes de darle un beso.

   Tan entusiasmado estaba que no vio al padre del carbonero en la esquina, muy ufano. A lo mejor los Reyes no se equivocaban, sino que eran muy escrupulosos e inteligentes y veían la bondad de las personas con una claridad meridiana, más allá de los actos, en las intenciones más profundas del corazón; igual que veían que el carbón también podía ser el mejor regalo que pudiesen traer. No, los Reyes entienden la complejidad de la naturaleza humana. A los Reyes no se les puede engañar.

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